Feb
5
Conociendo la materia
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Química ~
Comments (1)
Entre 1.906 y 1.908 (hace ahora un siglo) Rutherford realizó constantes experimentos disparando partículas alfa contra una lámina sutil de metal (como oro o platino), para analizar sus átomos. La mayor parte de los proyectiles atravesaron la barrera sin desviarse (como balas a través de las hojas de un árbol). Pero no todos. En la placa fotográfica que le sirvió de blanco tras el metal, Rutherford descubrió varios impactos dispersos e insospechados alrededor del punto central. Comprobó que algunas partículas habían rebotado. Era como si en vez de atravesar las hojas, algunos proyectiles hubiesen chocado contra algo más sólido.
Rutherford supuso que aquellas “balas” habían chocado contra una especie de núcleo denso, que ocupaba sólo una parte mínima del volumen atómico y ese núcleo de intensa densidad, desviaban los proyectiles que acertaban a chocar contra él. Ello ocurría en muy raras ocasiones, lo cual demostraba que los núcleos atómicos debían ser realmente ínfimos, porque un proyectil había de encontrar por fuerza muchos millones de átomos al atravesar la lámina metálica.
Era lógico suponer, pues, que los protones constituían ese núcleo duro. Rutherford representó los protones atómicos como elementos apiñados alrededor de un minúsculo “núcleo atómico” que servía de centro (después de todo eso, hemos podido saber que el diámetro de ese núcleo equivale a algo más de una cienmilésima del volumen total del átomo.)
En 1908 se concedió a Rutherfor el premio Nóbel de Química, por su extraordinaria labor de investigación sobre la naturaleza de la materia. El fue el responsable de importantes descubrimientos que permitieron conocer la estructura de los átomos en esa primera avanzadilla.
Desde entonces se pueden descubrir con términos más concretos los átomos específicos y sus diversos comportamientos. Por ejemplo, el átomo de hidrógeno posee un solo electrón. Si se elimina, el protón restante se asocia inmediatamente a alguna molécula vecina; y cuando el núcleo desnudo de hidrógeno no encuentra por este medio un electrón que participe, actúa como un protón -es decir, una partícula subatómica-, lo cual le permite penetrar en la materia y reaccionar con otros núcleos si conserva la suficiente energía.
Átomo de Helio
El helio, que posee dos electrones, no cede uno con tanta facilidad. Sus dos electrones forman un caparazón hermético, por lo cual el átomo es inerte. No obstante, si se despoja al helio de ambos electrones, se convierte en una partícula alfa, es decir, una partícula subatómica portadora de dos unidades de carga positiva.
Hay un tercer elemento, el litio, cuyo átomo tiene tres electrones. Si se despoja de uno o dos, se transforma en ion. Y si pierde los tres, queda reducida a un núcleo desnudo, con una carga positiva de tres unidades.
Átomo de Litio
Las unidades de una carga positiva en el núcleo atómico deben ser numéricamente idéntica a los electrones que contiene como norma, pues el átomo suele ser un cuerpo neutro y esta igualdad de lo positivo con lo negativo, es el equilibrio. Y, de hecho, los números atómicos de sus elementos se basan en sus unidades de carga positiva, no en las de carga negativa, porque resulta fácil hacer variar el número de electrones atómicos dentro de la formación iónica, pero, en cambio, se encuentran grandes dificultades si se desea alterar el número de sus protones.
Apenas esbozado este esquema de la construcción atómica, surgieron nuevos enigmas. El número de unidades con carga positiva en un núcleo no equilibró, en ningún caso, el peso nuclear ni la masa, exceptuando el caso del átomo de hidrógeno. Para citar un ejemplo, se averiguó que el núcleo de helio tenía una carga positiva dos veces mayor que la del núcleo de hidrógeno; pero, como ya se sabía, su masa era cuatro veces mayor que la de este último. Y la situación empeoró progresivamente a medida que se descendía por la tabla de elementos, e incluso cuando se alcanzó el uranio, se encontró un núcleo con una masa igual a 238 protones, pero una carga que equivalía sólo a 92.
Átomo de Uranio
¿Cómo era posible que un núcleo que contenía cuatro protones (según se suponía del núcleo de helio) tuviera sólo dos unidades de carga positiva? Según la más simple y primera conjetura emitida, la presencia en el núcleo de partículas cargadas negativamente y con peso despreciable, neutralizaba dos unidades de su carga. Como es natural, se pensó también –en el electrón-. Se podría componer el rompecabezas si se suponía que el núcleo de helio estaba integrado por cuatro protones y dos electrones neutralizadores, lo cual deja libre una carga positiva neta de dos, y así sucesivamente, hasta llegar al uranio, cuyo núcleo tendría, pues, 238 protones y 146 electrones, con 92 unidades libres de carga positiva.
El hecho de que los núcleos radiactivos emitieran electrones (según se había comprobado ya, por ejemplo, en el caso de las partículas beta) reforzó esta idea general. Dicha teoría prevaleció durante más de una década, hasta que, por caminos indirectos, llegó una respuesta mejor, como resultado de otras investigaciones.
Casi todo espacio vacío
Pero entretanto se había presentado algunas objeciones rigurosas contra dicha hipótesis. Por lo pronto, si el núcleo estaba constituido esencialmente de protones, mientras que los ligeros electrones no aportaban prácticamente ninguna contribución a la masa, ¿cómo se explicaba que las masas relativas de varios núcleos no estuvieran representadas por números enteros? Según los pesos atómicos conocidos, el núcleo del átomo cloro, por ejemplo, tenía una masa 35’5 veces mayor que la del núcleo del hidrógeno. ¿Acaso significaba esto que contenía 35’5 protones? Ningún científico (ni entonces ni ahora) podía aceptar la existencia de medio protón. Este singular interrogante encontró una respuesta incluso antes de solventar el problema principal. Y ello dio lugar a una interesante historia.
ÍSOTOPOS
Construcción de bloques uniformes
Allá por 1816, el físico inglés William Prout había insinuado ya que el átomo de hidrógeno debía de entrar en la constitución de todos los átomos. Con el tiempo se fueron desvelando los pesos atómicos, y la teoría de Prout quedó arrinconada, pues se comprobó que muchos elementos tenían pesos fraccionarios (para lo cual se tomó el oxígeno, tipificado a 16). El cloro (según dije antes) tiene un peso atómico aproximado de 35’5, o para ser exactos, de 35’457. Otros ejemplos son el antimonio, con un peso atómico de 121’75; el bario, con 127’34; el boro, con 10’811, y el cadmio, con 112’40.
Hacia principios de siglo se hizo una serie de observaciones desconcertantes, que condujeron al esclarecimiento. El inglés William Crookes (el del “tubo Crookes) logró disociar del uranio una sustancia cuya ínfima cantidad resultó ser mucho más radiactiva que el propio uranio. Apoyándose en su experimento, afirmó que el uranio no tenía radiactividad, y que esta procedía exclusivamente de dicha impureza, que él denomino “uranio X”. Por otra parte, Henri Becquerel descubrió que el uranio purificado y ligeramente radiactivo adquiría mayor radiactividad con el tiempo, por causas desconocidas. Si se dejan reposar durante algún tiempo, se podía extraer de él repetidas veces uranio activo X. Para decirlo de otra manera: por su propia radiactividad, el uranio se convertía en el uranio X, más activo aún.
Por entonces, Rutherfor, a su vez, separó del torio un “torio X” muy radiactivo, y comprobó también que el torio seguía produciendo más torio X. Hacia aquellas fechas se sabía ya que el más famoso de los elementos radiactivos, el radio, emitía un gas radiactivo, denominado radón. Por tanto, Rutherford y su ayudante, el químico Frederick Soddy, dedujeron que, durante la emisión de sus partículas, los átomos radiactivos de transformaban en otras variedades de átomos radiactivos.
Varios químicos, que investigaron tales transformaciones, lograron obtener un surtido muy variado de nuevas sustancias, a los que dieron nombres tales como radio A, radio B, mesotorio I, mesotorio II y Actinio C. Luego los agruparon todos en tres series, de acuerdo con sus historiales atómicos. Una serie de originó del uranio disociado; otra, del torio, y la tercera, del actinio (si bien más tarde se encontró un predecesor del actinio, llamado “protactinio”).
En total se identificaron unos cuarenta miembros de esas series, y cada uno se distinguió por su peculiar esquema de radiación. Pero los productos finales de las tres series fueron idénticos: en último término, todas las cadenas de sustancias conducían al mismo elemento, estable: PLOMO.
Ahora bien, esas cuarenta sustancias no podían ser, sin excepción, elementos disociados, entre el uranio (92) y el plomo (82) había sólo diez lugares en la tabla periódica, y todos ellos, salvo dos, pertenecían a elementos conocidos.
En realidad, los químicos descubrieron que aunque las sustancias diferían entre sí por su radiactividad, algunas tenían propiedades químicas idénticas. Por ejemplo, ya en 1907, los químicos americanos Herbert Newby Mc Coy y W.H. Ross descubrieron que el “radiotorio” (uno entre los varios productos de la desintegración del torio) mostraba el mismo comportamiento químico que el torio, y el “radio D”, el mismo que el del plomo; tanto, que era llamado a veces “radio plomo”. De todo lo cual se infirió que tales sustancias eran en realidad variedades del mismo elemento: el radiotorio, una forma de torio; el radioplomo, un miembro de una familia de plomos, y así sucesivamente.
En 1.913, Soddy esclareció esa idea y le dio más amplitud. Demostró que cuándo un átomo emitía una partícula alfa, se transformaba en un elemento que ocupaba dos lugares más abajo en la lista de elementos, y que cuando emitía una partícula beta, ocupaba, después de su transformación, el lugar inmediatamente superior. Con arreglo a tal norma, el “radiotorio” descendería en la tabla hasta el lugar del torio, y lo mismo ocurría con las sustancias denominadas “uranio X” y “uranio Y”, es decir, que los tres serían variedades del elemento 90. Así mismo, el “radio D”, el “radio B” el “torio B” y el “actinio B” compartirían el lugar del plomo como variedades del elemento 82.
Soddy dio el nombre de “isótopos” (del griego iso y topos, “el mismo lugar”) a todos los miembros de una familia de sustancias que ocupaban el mismo lugar en la tabla periódica. En 1921 se le concedió el premio Nóbel de Química.
El modelo protón-electrón del núcleo concordó perfectamente con la teoría de Soddy sobre los isótopos. Al retirar una partícula de dicho núcleo, exactamente lo que necesitaba para bajar dos lugares en la tabla periódica. Por otra parte, cuando el núcleo expulsaba un electrón (partícula beta), quedaba sin neutralizar un protón adicional, y ello incrementaba en una unidad la carga positiva del núcleo, lo cual era como agregar una unidad al número atómico, y, por tanto, el elemento pasaba a ocupar la posición inmediatamente superior en la tabla periódica de elementos.
¿Cómo se explica que cuando el torio se descompone en “radiotorio” después de sufrir no una, sino tres desintegraciones, el producto siga siendo torio? Pues bien, en este proceso el átomo de torio pierde una partícula alfa, luego una partícula beta y, más tarde, una segunda partícula beta. Si aceptamos la teoría sobre el bloque constitutivo de los protones, ello significa que el átomo ha perdido cuatro electrones (dos de ellos, contenidos presuntamente en la partícula alfa) y cuatro protones. (La situación actual difiere bastante de este cuadro, aunque, en cierto modo, esto no afecta al resultado.)
El núcleo de torio constaba inicialmente (según se suponía) de 232 protones y 142 electrones. Al haber perdido cuatro protones y otros cuatro electrones, quedaba reducido a 228 protones y 138 electrones. No obstante, conservaba todavía y el número atómico 90, es decir, el mismo antes.
Así, pues, el “radiotorio”, a semejanza del torio, posee 90 electrones planetarios, que giran alrededor del núcleo. Puesto que las propiedades químicas de átomo están sujetas al número de sus electrones planetarios, el torio y el “radiotorio” tienen el mismo comportamiento químico, sea cual fuere su diferencia en peso atómico (232 y 228, respectivamente).
Los isótopos de un elemento se identifican por su peso atómico, o “número másico”. Así, el torio corriente se denomina torio 232, y el “radiotorio”, torio 228. Los isótopos radiactivos del plomo se distinguen también por estas denominaciones:
Plomo 210 – Plomo 214-Plomo 212 y Plomo 211
“radio D” – “radio B” – “Torio B” y “Actinio B”
Se descubrió que la noción de isótopos podía aplicarse indistintamente tanto a los elementos estables como a los radiactivos. Por ejemplo, se comprobó que las tres series radiactivas anteriormente mencionadas terminaban en tres formas distintas de plomo. La serie del uranio acababa en plomo 206; la del torio, en el plomo 208, y la del actinio, en el plomo 207. Cada uno de estos era un isótopo estable y “corriente” del plomo, pero los tres plomos diferían por su peso atómico.
En las explotaciones a cielo abierto se hacen voladuras controladas para remover las rocas, que posteriormente son transportadas hacia la planta de trituración en vehículos. En este proceso se libera polvo tóxico a la atmósfera, además de gas radón producto de la desintegración radioactiva. Otro foco de contaminación asociado a este tipo de minería es que, debido a los procesos de tratamiento del mineral, se generan como residuos elementos como radio, torio, uranio empobrecido, metales pesados en lodos junto con el uranio, etc., que se pueden incorporar a las aguas tanto en superficie como subterráneas. Además, los elementos radioactivos se desintegran de forma espontánea con la emisión de partículas alfa, beta y gamma.
Lo cierto es que, jugamos con fuerzas que no sabemos controlar y de las que, ni pensamos en las consecuencias que nos puedan traer. Bueno, saberlo si lo sabemos pero cerramos los ojos, dado que el beneficio de tales negocios “bien valen algunos daños coñaterañes”…
Sin comentario a este último pensamiento.
emilio silvera
Ene
28
Un recorrido hasta llegar a Dalton
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Química ~
Comments (2)
Hubo que descubrir la historia antes de explorarla. Los mensajes del pasado se transmitían primero a través de las habilidades de la memoria, luego de la escritura y, finalmente, de modo explosivo, en los libros.
El insospechado tesoro de reliquias que guardaba la tierra se remontaba a la prehistoria. El pasado se convirtió en algo más que un almacén de mitos y leyendas o un catálogo de lo familiar.
Nuevos mundos terrestres y marinos, riquezas de continentes remotos, relatos de viajeros aventureros que nos traían otras formas de vida de pueblos ignotos y lejanos, abrieron perspectivas de progreso y novedad. La sociedad, la vida diaria del hombre en comunidad, se convirtió en un nuevo y cambiante escenarios de descubrimientos.
Aquí, como sería imposible hacer un recorrido por el ámbito de todos los descubrimientos de la Humanidad, me circunscribo al ámbito de la física, y, hago un recorrido breve por el mundo del átomo que es el tema de hoy, sin embargo, sin dejar de mirar al hecho cierto de que, TODA LA HUMANIDAD ES UNA, y, desde luego, teniendo muy presente que, todo lo que conocemos es finito y lo que no conocemos infinito. Es bueno tener presente que intelectualmente nos encontramos en medio de un océano ilimitado de lo inexplicable. La tarea de cada generación es reclamar un poco más de terreno, añadir algo a la extensión y solidez de nuestras posesiones del saber.
Como decía Einstein: “El eterno misterio del mundo es su comprensibilidad.”
Ahora, amigos, hablemos del átomo.
De lo Grande a lo Pequeño
El 6 de Agosto de 1945 el mundo recibió estupefacto desde Hiroshima la noticia de que el hombre había desembarcado en el oscuro continente del átomo. Sus misterios habrían de obsesionar al siglo XX. Sin embargo, el “átomo” había sido más de dos mil años una de las más antiguas preocupaciones de los filósofos naturales. La palabra griega átomo significa unidad mínima de materia, que se suponía era indestructible. Ahora el átomo era un término de uso corriente, una amenaza y una promesa sin precedentes.
Dic
20
Química: Alquímia y todavía más
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Química ~
Comments (4)
Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) fue un financiero. Estableció un sistema de pesos y medidas que condujo al sistema métrico, vivió los primeros momentos turbulentos de la Revolución Francesa y fue pionero en la agricultura científica. Se casó con una jovencita de catorce años y fue decapitado durante el Terror. Se le ha llamado padre de la química moderna y, a lo largo de su atareada vida, sacó a Europa de las épocas oscuras de esta ciencia.
Una de las primeras aportaciones de Lavoisier surgió cuando éste hizo el experimento de hervir agua durante largos períodos de tiempo. En la Europa del siglo XVIII muchos científicos creían en la transmutación. Pensaban, por ejemplo, que el agua podía transmutarse en tierra, entre otras cosas. Entre las pruebas, la principal consistía en hervir agua en una cazuela: en la superficie interior se formaban residuos sólidos. Algunos científicos proclamaron que esto se debía a que el agua se convertía en un nuevo elemento. Robert Boyle, el gran físico y químico británico del siglo XVII que llegó al apogeo de su actividad científica cien años antes que Lavoisier, creía en la transmutación. Después de observar cómo crecían las plantas absorbiendo agua, llegó a la conclusión—al igual que muchos antes que él—de que el agua podía transformarse en hojas, flores y bayas. Según dice el químico Harold Goldwhite, de la State University de California, en Los Ángeles, “ Boyle fue un activo alquimista ”.
Lavoisier observó que el peso era la clave y que las mediciones eran fundamentales. Puso agua destilada en un hervidor especial en forma de tetera llamado pelícano, un recipiente cerrado con una tapa esférica que tomaba el vapor del agua y lo devolvía a la base del recipiente por dos tubos parecidos a unas asas. Hirvió el agua durante 101 días y encontró un residuo considerable. Pesó l agua, el residuo y el pelícano. El agua pesaba exactamente lo mismo. El pelícano pesaba algo menos, una cantidad exactamente igual al peso del residuo. Por lo tanto, el residuo no era producto de una transmutación, sino parte del recipiente: vidrio disuelto, sílice y otras sustancias.
Como los científicos seguían creyendo que el agua era un elemento básico, Lavoisier realizó otro experimento crucial. Inventó un aparato con dos boquillas e hizo pasar distintos gases de la una a la otra, para ver que sucedía. Un día mezcló oxígeno con hidrógeno, esperando conseguir algún ácido. Lo que obtuvo fue agua. Filtró el agua a través de un cañón de escopeta lleno de anillos de hierro calientes, para hacer que ésta se descompusiera de nuevo en hidrógeno y oxígeno, confirmando así que ésta no era un elemento.
Lavoisier hizo mediciones de todo y observó que, cada vez que hacía este experimento, obtenía los mismos números. El agua siempre producía oxígeno e hidrógeno en una proporción de 8 a 1 en sus pesos. Lo que Lavoisier vio fue que la naturaleza era estricta en cuanto al peso y la proporción. Los gramos o los kilos de materia no desparecían o aparecían de forma aleatoria: tomando las mismas proporciones de gases, éstos producían los mismos compuestos. La naturaleza era predecible…y, por consiguiente, maleable.
La antigua alquimia china, aproximadamente entre los años 300 y 200 a.C., giraba en torno al concepto de dos principios opuestos. Estos principios podían ser, por ejemplo, uno activo y otro pasivo, masculino y femenino, o Luna y Sol. Los alquimistas consideraban que la naturaleza tenía un equilibrio circular. Las sustancias podían transformarse de un principio en el otro y luego volver a su estado inicial.
Un ejemplo excelente es el del cinabrio, conocido actualmente en general como sulfuro de mercurio, un pesado mineral rojo que constituye la principal mena de mercurio. Utilizando el fuego, estos primeros alquimistas descomponían el cinabrio en mercurio y dióxido de azufre. Luego descubrieron que el mercurio se combinaba con azufre para formar una sustancia negra llamada metacinabrio, “que después, si se calienta una vez más, puede sublimarse volviendo a su estado original, el brillante cinabrio rojo”, según el historiador de la ciencia Wang Kuike. Tanto la calidad líquida del mercurio, como la transformación cíclica de cinabrio a mercurio y viceversa, daban a este elemento unas cualidades mágicas. Kuike llamaba al mercurio “huandan, un elixir regenerador transformado cíclicamente” asociado con la longevidad. Estos primitivos profesionales se familiarizaron con la idea de que era posible transformar las sustancias y luego cerrar el círculo haciendo que volvieran a su estado original. Llegaron a conocer las proporciones exactas de las cantidades de mercurio y azufre, así como las recetas para la duración e intensidad exactas del calentamiento requerido. Lo más importante, según Kuike, es que estas operaciones podían realizarse “sin la más mínima pérdida de peso total”.
Parece ser que los antiguos alquimistas chinos conocían de forma empírica la conservación de la masa mil quinientos años antes de los experimentos de Lavoisier. Este químico y sus precursores alquimistas descubrieron que en una reacción química el peso de los productos es igual al peso de los reactantes.
El texto alquimista más antiguo es el Ts´an T´ung Ch´i (Unificación de los tres principios) de Wei Po-Yang, escrito alrededor del año 140 d. C. Esta obra describe un experimento que muy probablemente es la reacción cinabrio-mercurio-azufre. Es difícil saberlo con seguridad porque los productos químicos que se echan al fuego reciben nombres metafóricos: Tigre Blanco (probablemente mercurio), Dragón Azul y Dragón Gris (¿azufre?). Más importante es el recipiente que utilizaron:
A los lados (del aparato) está el recinto cerrado, que tiene la forma de un recipiente peng-hu. Está cerrado por todos los lados y su interior consta de una serie de laberintos que comunican unos con otros. La protección es tan completa que hacer retroceder todo esto es diabólico e indeseable…Como la Luna yaciendo sobre su espalda, así es la forma del horno y el recipiente. En el se calienta el Tigre Blanco. El Sol Mercurio es la perla que fluye, y con el, el Dragón Azul. El este y el oeste se fusionan, y el huen y el po [dos tipos de almas] se consuelan mutuamente…El pájaro Rojo es el espíritu de fuego y dispensa con justicia una victoria o una derrota. Al ascender el agua, se produce la victoria sobre el fuego.
Este recipiente se utiliza para fundir y sublimar varios y distintos metales. Aun siendo más complejo, es un instrumento similar al aplicado por Lavoisier, diseñado para “devolver” todos los productos con el fin de garantizar la conservación de la masa.
La Historia de la química, tanto occidental como no occidental, se desarrolla de forma contraria a la historia de la física. Esta última contiene gran abundancia de teoría, quedando la actividad experimental muy por detrás. En la química observamos una fascinación por el conocimiento empírico, por la experimentación con toda una variedad de sustancias (líquidos, sólidos, gases), utilizando todo tipo de métodos (el fuego, la ebullición, la destilación), pero sin un marco teórico sólido que guíe la experimentación. La imagen de película del científico de cabellera hirsuta metido en su laboratorio y mezclando el contenido de probetas llenas de productos químicos de colores brillantes no está muy lejos de la realidad. La química ha sido una ciencia de pruebas y tanteos. La teoría no siempre ha sido de máxima calidad.
El mundo occidental desarrolló una teoría coherente que predice qué elementos se combinan entre sí y cuáles no, y también por qué algunos compuestos son imposibles y otros no lo son y qué es exactamente lo que va a suceder cuando una sustancia química se combina con otra. Además de Lavoisier, hubo dos grandes pioneros en esta materia.
En 1869, en la Universidad de San Petersburgo, el científico nacido e Liberia Dimitri Mendeleiev no pudo encontrar un buen libro de texto de química para asignarlo a sus clases. Por consiguiente, se puso a escribir su propio libro. Como Lavoisier y los antiguos chinos, consideró la química como la “ciencia de la masa”. Era aficionado a hacer solitarios, por lo que escribió los símbolos de los elementos con sus pesos atómicos en unas fichas de cartulina, una para cada elemento, con la lista de sus diversas propiedades (por ejemplo, sodio: metal activo; cloro: gas reactivo).
Mendeleiev ordenó estas fichas en orden ascendente según el peso atómico de los elementos. Observó una periodicidad evidente (de aquí que se diga “tabla periódica de los elementos”, que es como llegó a llamarse este ordenamiento). Los elementos que tenían propiedades químicas similares estaban a una distancia de ocho fichas. El litio, el sodio y el potasio, por ejemplo, son todos aquellos metales activos (se combinan fuertemente con otros elementos, tales como el oxígeno y el cloro) y sus posiciones son 3, 11 y 19. El hidrógeno, el flúor y el cloro son gases activos y ocupan las posiciones 1, 9 y 17. Mendeleiev reorganizó las fichas en una tabla de ocho columnas verticales. Leyendo la tabla horizontalmente, los elementos que aparecían eran cada vez más pesados. Leyéndola verticalmente hacia abajo, los elementos de cada columna mostraban unas propiedades similares.
Mendeleiev no se sintió obligado a rellenar todas las casillas de la tabla, sabiendo que, como un solitario, algunas de las cartas estaban aún ocultas en el mazo. Si una casilla de la tabla pedía un elemento con unas propiedades especiales y tal elemento no existía, lo dejaba en blanco. Muchos ridiculizaron a Mendeleiev por dejar esos huecos en la tabla periódica. Sin embargo, pocos años más tarde, en 1875, se descubrió el galio y este encajó en el hueco situado bajo el aluminio., con todas las propiedades que su lugar en la tabla predecía. En 1886 se descubrió el germanio y éste encajó en el espacio situado bajo el silicio. Nadie se ha reído desde entonces. Mendeleiev nunca ganó el premio Nobel de química, aunque seguía vivo y elegible durante los primeros años de este premio. No obstante, tres químicos que descubrieron nuevos elementos para “llenar” los huecos si lo ganaron: William Ramsay, que descubrió el argón, el criptón, el neón y el xenón; Henri Moissan, por el descubrimiento del fluor, y Marie Curie por descubrir el radio y el polonio.
No podría explicar el motivo real de que ocurra así pero, cuando veo una Tabla Periódica, me quedo mirándola como fascinado de lo que allí está encerrado y del mensaje que nos comunica: Todos los elementos naturales del Universo están allí.
Si por mi fuese, la Tabla Periódica se expondría por todas partes, para que la gente se familiarizara con ella y con lo que nos dice. Es una desgracia que no sea así, ya que el verla de manera constante inculca, hasta en la mente más lenta, la importancia del número atómico, que coincide con el lugar que ocupa el elemento en la Tabla Periódica. Las impactantes diferencias cualitativas entre elementos –el carbono se parece poco al hidrógeno, lo mismo que el plomo al helio- son, a un nivel básico, diferencias entre sus números atómicos, que actualmente equiparamos con la carga del núcleo.
El significado de la Tabla Periódica y sus regularidades y pautas repetitivas siguió estando oculto hasta principios del siglo XX, cuando se hizo la disección del átomo y los físicos encontraron dentro electrones y un núcleo que contenía protones y neutrones que tienen en su núcleo y al número de electrones que zumban en torno a estos núcleos. A partir de todo esto comenzó a surgir lo que hoy se llama teoría cuántica.
Ya he dicho muchas veces en mis escritos que, en un artículo de ocho páginas que Max Planck escribió en 1.900, quedó sembrada la semilla para la teoría cuántica, allí nació el cuanto de acción de Planck que denominamos h. Sin embargo, no sería justo dar todo el mérito a Planck, otros también pusieron su empeño y su genio en llegar a conclusiones valiosas en ese universo de lo microscópico en lo más profundo de la materia.
Uno de los pioneros del apogeo cuántico (de 1900 a 1930) fue Wolfgang Pauli. Pauli no intentaba resolver el misterio de la Tabla Periódica; simplemente trataba de comprender el átomo. Este personaje era famoso por su cruel sentido del humor. Nadie se libraba. Cuando el famoso físico Victor Weisskopf, que entonces era ayudante de Pauli, le presentó los resultados de sus esfuerzos por desarrollar cierta teoría, Pauli dijo: “¡Bah!, esto ni siquiera es erróneo”. Pauli también envió una carta a Albert Einstein, decía Pauli, “este estudiante es bueno, pero no entiende claramente la diferencia entre las matemáticas y la física. Por otra parte, usted, querido maestro, hace tiempo que perdió la noción de estas diferencias.”
Aparte de que era un auténtico pedante, también era un auténtico gran físico, y, en 1924, Pauli anunció el principio de exclusión: no hay dos electrones que puedan ocupar el mismo estado cuántico. Este principio explicaba el orden de los elementos de la Tabla de Mendeleiev y, además, por qué podemos utilizarla para predecir que elementos pueden combinarse con cuáles y cómo. No entraré aquí en detalle de lo que es un estado cuántico. Baste decir que el principio de exclusión de Pauli limita el número de electrones en lo que actualmente llamamos las “capas” [o niveles de energía] de cada átomo: dos electrones en el primer nivel, ocho en el segundo, dieciocho en el tercero, y así sucesivamente. El átomo de hidrógeno, por ejemplo, no tiene más que un protón en su núcleo. Para equilibrar esta carga positiva única necesitamos un electrón (carga negativa), que ocupa en su órbita el nivel más bajo de energía. El siguiente en la Tabla es el helio. Su núcleo tiene dos cargas positivas, por lo que necesitamos dos electrones, que, según el principio de Pauli, encajan ambos en el primer nivel…
¡Qué bonito es saber!
Mar
15
Sobre elementos químicos
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Química ~
Comments (0)
Tomado de la revista mensual que publica el “Ilustre Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias.” Firmado por Ignacio F. Bayo (periodista científico). Título original: “El nuevo elemento químico 114 se acerca a la isla de estabilidad.”
Uno de los descubrimientos más sorprendentes de la historia es el haber podido descifrar la composición de las estrellas y de la materia interestelar sin salir de la Tierra. Resulta tranquilizador saber que todo el cosmos está hecho con los mismos elementos que nosotros mismos y las cosas que nos rodean, aunque existe una pequeña diferencia: El hombre ha sido capaz de fabricar una veintena de elementos que la naturaleza no parece haber logrado y ha extendido la tabla periódica por medios artificiales.
El átomo más pesado que haya existido en la Tierra, y probablemente en el Universo, tiene una masa atómica de 289 (114 protones y 175 neutrones en su núcleo), superando ampliamente la del elemento 112 (277), el más pesado hasta ahora, y en cerca de un 50 por 100 a la de un átomo de plomo. Fue creado en diciembre pasado en el Instituto de Investigación Nuclear de Dubna (Rusia), por un equipo de investigadores rusos y estadounidenses, liderado por Yuri Oganessian, tras cuatro meses de experimentos.
Los 30 segundos de vida que tuvo el nuevo átomo parecen confirmar la existencia de una «isla de estabilidad» en las inmediaciones de los elementos 114 o ll5. Aunque 30 segundos puedan parecer un periodo demasiado corto de tiempo, hay que tener en cuenta que los elementos inmediatamente anteriores apenas sobreviven unas milésimas de segundo, siendo el 111 el más fugaz, ya que su vida media es de sólo 1,5 milisegundos. De hecho, todos los elementos transuránidos, que son los que ocupan los puestos 93 en adelante, son inestables y se desintegran en periodos de tiempo cada vez más cortos, y a partir del 107 ninguno supera el segundo. De ahí la esperanza que suscita entre los físicos nucleares el hallazgo, que aún debe ser confirmado.
Feb
2
Gases “nobles”
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Química ~
Comments (8)
Asimov nos contaba cosas de ciencia como si de una historia o aventura se tratara y, atraía la atención del lector que, de esa manera, aprendía sin casi darse cuenta. Veamos aquí un ejemplo:
“En alguna ocasión todos hemos oído mencionar la palabra “gases nobles”, y sin embargo no siempre sabemos lo que son y el por qué le llaman así.
Los elementos que reaccionan difícilmente o que no reaccionan en ab-soluto con otros elementos se denominan “inertes”. El nitrógeno y el platino son ejemplos de elementos inertes.
En la última década del siglo pasado se descubrieron en la atmósfera una serie de gases que no parecían intervenir en ninguna reacción química. Estos nuevos gases (helio, neón, argón, kripton, xenón y radón) son más inertes que cualquier otro elemento y se agrupan bajo el nombre de gases inertes.
Los elementos inertes reciben a veces el calificativo de “nobles” porque esa resistencia a reaccionar con otros elementos recordaba un poco a la altanería de la aristocracia. El oro y el platino son ejemplos de “metales nobles”, y por la misma razón se llaman a veces “gases nobles” a los gases inertes. Hasta 1.962, el nombre más común era el de gases inertes, quizá porque lo de nobles parecía poco apropiados en sociedades democráticas.
La razón de que los gases inertes sean inertes es que el conjunto de electrones de cada uno de sus átomos está distribuido en capas especialmente estables. La más exterior, en concreto, tiene 8 electrones. Así la distribución electrónica del neón es (2,8) y la del argón (2,8,8). Como la adición o sustracción de electrones rompe esta distribución estable, no pueden producirse cambios electrónicos. Lo cual significa que no pueden producirse reacciones químicas y que estos elementos son inertes.