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Mirando hacia atrás en el tiempo

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Rumores del Saber    ~    Comentarios Comments (0)

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ALEJANDRÍA

No quisiera terminar éste curioso trabajo que contiene múltiples retazos del saber (de ahí su título), sin referirme, aunque sea de pasada, a la ciudad de Alejandría, en Egipto, una ciudad situada entre Oriente y Occidente, que fue durante varios siglos el centro del saber, “un centro de cálculo”, “un lugar paradigmático”.

Fundada por Alejandro Magno en 331 a.C., en parte por su deseo de acercar Egipto al mundo griego y en parte porque quería un puerto que no se viera afectado por las inundaciones del Nilo.

Alejandría fue pensada desde el principio como una “megalópolis”, construida en forma de chlamys, una capa militar Macedonia, y  provista de murallas que se extenderían “sin cesar” en la distancia, con las calles tan amplias como nunca se había visto, basada en el diseño aristotélico de la ciudad ideal (una cuadrícula dispuesta de tal manera que se beneficiara de las brisas marinas, pero proporcionara refugio frente al viento).

Un tercio de la ciudad era “territorio real”, y ésta constituía un centro de comercio convenientemente situado en el extremo oriental del Mediterráneo, cerca del lugar en el que el Nilo y el mar Rojo conforman un cruce de caminos internacional, y donde muchas caravanas procedentes del interior de África y de Asia convergían en la costa.

Disponía de dos puertos, uno de los cuales ostentaba el famoso faro de casi cuarenta y cinco metro de alto, una de las maravillas del mundo antiguo, que podía ser visto desde una distancia de más de cincuenta kilómetros.

Tras la muerte de Alejandro, sus generales se pelearon entre sí, lo que finalizó con una división del imperio en la que Selenco se hizo con el control de la parte septentrional, incluidos Israel y Siria, mientras que los territorios egipcios quedaron bajo el control de Ptolomeo I, al menos desde el año 306 a.C.

Con todo, Alejandría era principalmente famosa como centro de conocimiento.   Según la tradición, el mismo Alejandro, cuando hubo decidido cuál era el lugar ideal para su nueva ciudad, ordenó también la construcción en ella de una gran Biblioteca dedicada a las musas.

La idea no era nueva: en Babilonia se habían reunido diversas bibliotecas y otras habían surgido en diversos lugares del Mediterráneo, en particular en Pérgamo y Efeso.  No obstante, desde el principio la ambición era mayor en Alejandría que en cualquier otro lugar y, en palabras de un estudioso, lo que se organizó allí fue una verdadera “fuente del conocimiento”.  Ya en 283 a.C. había un sínodo, una comunidad de entre treinta y cincuenta hombres instruidos (sólo hombres), vinculado a la biblioteca y dotado de especiales privilegios: los estudiosos estaban exentos del pago de impuestos y podían abastecerse y hospedarse gratis en el sector real de la ciudad.

La biblioteca estaba dirigida por un erudito-bibliotecario, nombrado por el rey y quien además ocupaba el cargo de tutor real.  Esta biblioteca tenía varias alas, con filas de anaqueles, o thaike, dispuestos a lo largo de paseos cubiertos y provistos de nichos, en los que se guardaban las distintas categorías del saber.  Había salas de conferencias y un jardín botánico.

El primer bibliotecario fue Demetrio y para la época del poeta Calímaco, uno de sus sucesores más famosos, en el siglo III a. de C., la biblioteca poseía más de 400.000 rollos múltiples y noventa mil rollos únicos.  Posteriormente, el Serapeo, la biblioteca hija de la de Alejandría, alojada en el templo de Serapis, un nuevo culto greco-egipcio, acaso basado en el de Hades, el dios griego de los muertos, llegó a reunir otros 40.000 rollos.

Calímaco creó el primer catálogo temático del mundo, el Pinakes, uno de cuyos efectos fue que para el siglo IV d.C., hasta cien estudiosos acudían a la vez a la biblioteca para consultar sus libros y discutir los textos unos con otros.  Esta distinguida comunidad existió durante unos setecientos años.  Los estudiosos escribían sobre papiro, material sobre el que Alejandría mantuvo un monopolio durante cierto tiempo, y luego sobre pergamino, cuando el rey dejó de exportar papiro en un intento de impedir la construcción de bibliotecas rivales en otros lugares, en especial en Pérgamo.

Los libros de pergamino y papiro se escribían en rollos (su longitud era más o menos equivalentes a la de uno de nuestros capítulos) y se almacenaban en fundas de cuero o lino y se colocaban en estantes.  Para la época de los romanos, no todos los libros eran ya rollos: se habían introducido los códices que se almacenaban en cajas de madera.

La biblioteca también contaba con muchos charakitai, “amanuenses” como se los denominaba, y que eran de hecho traductores.

A los reyes de Alejandría, los Ptolomeos, les encantaba adquirir copias de todos los libros que aún no poseían, en un esfuerzo por reunir toda la sabiduría de Grecia, Babilonia, la India y demás lugares.  En particular, Ptolomeo III Evergetes encargó a agentes que registraran todo el Mediterráneo en busca de textos y él mismo escribió a todos los soberanos del mundo conocido pidiéndoles que le prestaran sus libros para copiarlos.

Cuando le fueron prestadas las obras de Eurípides, Esquilo y Sófocles, conservó los originales y devolvió las copias que habían hecho, renunciando a la fianza  que había pagado.  De igual forma, todas las embarcaciones que pasaban por Alejandría estaban obligadas a depositar todos sus libros (los que transportaran) en la biblioteca, donde se los copiaba y catalogaba como “de las naves”.  En su mayoría, lo que se devolvía a las naves eran las copias de los libros confiscados.

Así, la riqueza de saber y cultura que acumuló la biblioteca hizo que desempeñara un papel primordial en el mundo civilizado de la antigüedad.

Entre los famosos estudiosos que se hicieron en Alejandría se encuentran Euclídes, quien pudo haber escrito sus Elementos durante el reinado de Ptolomeo I (323-285 a.C.), Aristarco, que propuso una descripción heliocéntrica del sistema planetario, y Apolunio de Perga, “el gran geómetra”, que escribió su influyente libro sobre las secciones cómicas en la ciudad.  Apolunio de Rodas fue el autor de la epopeya El viaje de los argonautas (c. 270 a.C.) y quien presento a Arquímedes de Siracusa, que durante un tiempo se dedico a estudiar las crecidas del Nilo e inventó el tornillo que lo haría famoso.  Arquímedes también inició la hidrostática y esbozó su método para calcular el área y el volumen que, mil ochocientos años después, conformaría las bases del cálculo.

Un bibliotecario posterior, Eratóstenes (276-196 a.C.), fue geógrafo y  matemático.  Gran amigo de Arquímedes, creía que todos los océanos de la Tierra estaban conectados entre sí, que algún día sería posible circunnavegar África y que podría llegarse a la India “navegando en dirección oeste desde España”.

Fue Eratóstenes quien calculó la duración correcta del año, quien propuso la idea de que la Tierra es redonda y quien calculó su diámetro con un error de solo 80 km.

Eratóstenes también dio origen a la ciencia de la cronología al establecer con mucho cuidado las fechas de la caída de Troya (1.184 a.C.), la primera olimpiada (776 a.C.) y el estallido de la guerra de peloponeso (432 a.C.).  Asimismo, ideó el calendario que finalmente establecería Julio Cesar y diseño un método para identificar los números primos.

Entre los estudiosos se le conocía como “Beta” (Platón era “Alfa”).

Los Elementos de Euclides es un texto reconocido por lo general como el más influyente de todos los tiempos.  Escrito hacia el año 300 a.C., de él se han hecho muchísimas copias de ediciones que, seguramente lo convierta en el libro más reeditado en el mundo después de la Biblia (sus contenidos, más de 2.000 años después, aún se enseñan en las escuelas de secundarias).

Es posible que Euclides (ev significa “bueno” y kleis significa “llave”) estudiara en la Academia de Platón, incluso con el gran maestro en persona (nació en Atenas hacia el año 330 a.C.); aunque no produjo ninguna nueva idea en sí, sus Elementos (Stoichia) se consideran una historia completa de la matemática griega hasta ese momento.

El libro comienza con una serie de definiciones, como la del punto (“lo que no tiene parte”) o la línea (“una longitud sin amplitud”), describe diversos ángulos y planos, sigue después con cinco postulados (como el de que “puede trazarse una línea de un punto cualquiera a otro punto cualquiera”) y cinco axiomas, como el de que” todas las cosas iguales a la  misma cosa son iguales entre sí”.  Los trece libros, o capítulos, que siguen exploran la geometría del plano, la geometría de los sólidos, la teoría de los números, las proporciones y su famoso método de “agotamiento”.  En este Euclides muestra cómo “agotar” el área de un círculo inscribiendo polígonos en él.

También es digno de mención aquí un personaje singular como Arquímedes de Siracusa (287-219 a.C.), el más versátil de los matemáticos helénicos.  Al parecer estudió en Alejandría durante un tiempo, con discípulos de Euclides, y aunque vivió principalmente en Siracusa, donde murió, estuvo en contacto constante con los investigadores de esta ciudad.

Durante la segunda guerra púnica, Siracusa fue arrastrada por el conflicto entre Roma y Cartago y, unida a este último bando, fue sitiada por los romanos entre 214 y 212 a.C. Durante esta guerra, nos dice Plutarco en su vida del general romano Marcelo, Arquímedes inventó un gran número de ingeniosas armas para defenderse del enemigo, incluidas catapultas y espejos capaces de prender fuego a las embarcaciones romanas.  Pese a todo, sus esfuerzos resultaron inútiles y la ciudad cayó.   Pese a que Marcelo había ordenado que respetaran la vida de Arquímedes, un soldado romano le mató con su espada mientras dibujaba una figura geométrica en la arena.

emilio silvera

 


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