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Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Rumores del Saber    ~    Comentarios Comments (0)

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Otro gran viajero de la Edad Media fue el árabe Ibn Battuta, que partió de su casa de Tánger en 1.325 con el objetivo, en primera instancia, de Peregrinar a la Meca.  No obstante, una vez alcanzada su meta, Ibn Battuta decidió ir más lejos.

Viajó a lo largo de la costa oriental de África y llegó luego a Asia Menor, antes de adentrarse en Asia Central en dirección a Afganistán y la India, país en el que fue muy bien recibido (era un cadí), como hombre culto y educado.

Ibn Battuta vivió durante siete años en la India, y como ya le ocurriera a Marco Polo, se convirtió en embajador del gobernante del país, el Sultán de Deli, en cuyo nombre realizó un viaje a China.

Durante el camino tuvo muchas aventuras, fue asaltado, robado y abordonado por los bandidos que lo dieron por muerto, pero finalmente consiguió llegar a China en 1.346 o 1.347.

En los puertos chinos, Ibn Battuta encontró a muchos musulmanes, a los que en ningún sentido sorprendió su llegada.  Tras regresar a su hogar, el siguiente viaje que realizó fue a España; luego partió para África Occidental y llegó hasta el río Níger, donde una vez más fue bien acogido, en esta ocasión por musulmanes negros.

El relato de sus viajes se convirtió en la base de los estudios geográficos, astronómicos y marítimos en los centros de aprendizaje musulmanes de Córdoba y Toledo.   Estas tradiciones contribuyeron en forma importante a las ideas que inspiraron los viajes de Colón.

El horizonte mental de Cristóbal Colón estaba de algún modo determinado, por lo menos en parte, por las experiencias y datos dejados por estos andares viajeros.  Por ser muy conocida para nosotros, no haré aquí un resumen de la historia que existe sobre el viaje de Colón que salió buscando una cosa y encontró otra.   Estaba fascinado por Asia y por los pueblos y tesoros exóticos (su libro de la traducción del libro de Marco Polo, realizada a principios del siglo XIV por el fraile dominico Pepino de Bolonia, tenía 366 anotaciones de puño y letra de Colón que, de alguna manera permite reconstruir, en buena medida, el horizonte metal del personaje que, en primer lugar, estaba enfocado hacia los grandes tesoros.

Claro que fue importante lo que hizo.  Claro que los peligros y la audacia de la empresa son dignos de elogio.  Sin embargo, había que profundizar mucho en la incidencia real de la llegada de Colón a aquellas tierras.  Yo preguntaría a los nativos Cultos a ver que dicen.

De viajes y exploradores podríamos llenar muchas páginas, pero no puede ser, y, antes de empezar otro tema, si me gustaría dejar constancia aquí de que, la Carta de Navegación más antigua que incluye tanto el Viejo como el Nuevo Mundo es española y fue elaborada en el año 1.500 por el cartógrafo y piloto vizcaíno Juan de la Cosa, que acompañó a Colón en su segundo viaje.

Pero volvamos a comentar sobre cosas fascinantes de sabios y estudiosos que descubrieron y luego revelaron a Europa los logros más destacados y maravillosos de civilizaciones desaparecidas.   Estos descubrimientos pronto fueron ampliados por otros, con lo que el siglo XIX se convirtió en la cuna y la época dorada (en Occidente al menos) de otra nueva disciplina:

La arqueología.

La arqueología (un término que se uso por primera vez en la década de 1860)  amplió y profundizó el trabajo de la filología, al ir más allá de los textos y confirmar que, en efecto, los hombres tenían un pasado distante anterior a la escritura, una prehistoria.

En 1802, el maestro de escuela Georg Friedrich Grotefend (1775-1853) envió tres artículos a la Academia de Ciencias de Gotinga en los que revelaba que había descifrado la escritura cuneiforme de Persépolis, algo que había conseguido principalmente reorganizando los grupos de cuñas (similares a las huellas de los pájaros sobre la arena) y añadiendo espacios entre grupos de letras, y relacionando luego su forma con el sánscrito, una lengua (geográficamente) cercana.

Grotefend consideraba que algunas de las inscripciones eran listas de reyes y que el nombre de algunos de estos era conocido.  Las demás formas de cuneiforme, incluida la babilónica, se descifraron algunos años más tarde.  En la década de 1.820, Champollion descifró los jeroglíficos egipcios, en 1.847 sir Austen Layrd excavó Nínive y Ninrud, en lo que hoy es Irak, y descubrió las maravillosos palacios de Assurnasirpal II, rey de Asira (885-859 a.C.), y Sennacherib (704-681 a.C.). Los enormes guardianes de las puertas encontrados allí, semitoros y leones de dimensiones mucho más grandes que las reales, causaron sensación en Europa, todo aquello popularizó la Arqueología.

Estas excavaciones condujeron finalmente al descubrimiento de una tablilla en cuneiforme en la que estaba escrita la epopeya de Gilgamesh, notable por dos razones: en primer lugar, era mucho más antigua que los poemas homéricos y la Biblia; en segundo lugar, diversos episodios del relato, como el de la gran inundación, eran similares a los que recogía el Antiguo Testamento.

Cada uno de aquellos descubrimientos aumentaba la edad de la Humanidad y arrojaba nueva luz obre las Sagradas Escrituras.  Sin embargo, con excepción de la epopeya de Gilgamesh, ninguno de ellos aportaba nada realmente nuevo en términos de datación, en el sentido de que no contradecían de forma significativa la cronología bíblica.

Todo aquello empezó a cambiar hacia 1.856 cuando se empezó a limpiar a fondo una pequeña cueva en un costado del valle Neander (Neander Thal en alemán), a través del cual el río Düssel desemboca en el Rin.  En ella se encontró un cráneo, enterrado bajo más de un metro de barro, así como algunos otros huesos.

Aquellos huesos fueron a parar a manos del profesor de anatomía de la Universidad de Bonn, Schaaffhausen que, identificó la parte superior de un cráneo, dos fémures, parte de un brazo izquierdo, parte de una pelvis, y algunos otros vestigios de menor tamaño.

En el artículo que escribió sobre aquello, Schaaffausen llamaba la atención sobre el grosor de los huesos, el gran tamaño de las marcas dejadas por los músculos que estuvieron unidos a ellos, el pronunciamiento de los arcos supraorbitales, y la frente pequeña y estrecha.

Concluyo el profesor diciendo que: “Hay indicios racionales suficientes para sostener, que el hombre coexistió con los animales descubiertos en el diluvio; y muchas razas bárbaras quizá hayan desaparecido antes de todo el tiempo histórico, junto a los animales del mundo antiguo, mientras que las razas cuya organización mejoró continuaron el género.”

emilio silvera

 


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