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Misterios de la Tierra

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Misterios sin resolver    ~    Comentarios Comments (0)

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La geotectónica

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El estudio de la corteza terrestre

Resultado de imagen de Las plumas de magma que perforan la litosfera también crean focos calientes duraderos que están asociados a los volcanes.

Los grandes accidentes de la superficie terrestre (el fondo marino, los continentes y sus cordilleras) han sido generados por el imparable movimiento de los rígidos bloques de la litosfera. Las grandes placas oceánicas divergen en las crestas dorsales oceánicas, donde surge el magma creando nueva corteza basáltica, que se desliza a lo largo de fallas hasta que finalmente chocan con los bordes continentales donde se hunden en profundas fosas, zonas de subducción, para ser recicladas en el manto. Aunque el recorrido entre la dorsal y la fosa se completa en 107 años, algunas zonas continentales permanecen muy estables, estando cubiertas por rocas cuya edad es casi veinte veces la edad de las más antiguas cortezas marinas, que a su vez, datan de unos doscientos millones de años.

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Dondequiera que choquen las relativamente rápidas placas tectónicas oceánicas con las enormes placas continentales, se forman cadenas montañosas en continua elevación. Los ejemplos más espectaculares se subducción y formación montañosa son, respectivamente, la placa del Pacífico sumergiéndose en las profundas fosas del Asia oriental, y el Himalaya, que se eleva por el choque de las placas índica y euroasiática.

En otras zonas de la litosfera, la afloración de rocas calientes del mando debilita inicialmente y agrietan posteriormente la corteza continental, hasta que finalmente, formando nueva corteza oceánica, separan los continentes. Ejemplos de diversos estadios de este proceso son el Mar Rojo, el golfo de Adén y las fracturas del Valle del Rift, en el este de África.

“El Gran Valle del Rift es una gran fractura geológica cuya extensión total es de 4830 kilómetros en dirección norte-sur. Aunque generalmente se habla de este valle para referirse sólo a su parte africana, desde Yibuti a Mozambique, lo cierto es que el mar Rojo y el valle del río Jordán también forman parte de él. Comenzó a formarse en el sureste de África (donde es más ancho) hace unos 30 millones de años y sigue creciendo en la actualidad, tanto en anchura como en longitud, expansión que con el tiempo se convertirá en una cuenca oceánica (de hecho, ya lo es en la zona del mar Rojo gracias a su comunicación con el océano Índico). Los constantes temblores de tierra y emersiones de lava contribuyen a este crecimiento y, de seguir a este ritmo, el fondo del valle quedará inundado por las aguas marinas de forma total dentro de 10 millones de años.[cita requerida] Con ello, la placa somalí se habrá desgajado de la placa africana formando un subcontinente distinto que procederá a separarse más aún de África y el valle formará un nuevo mar.”

Este proceso de separación continental parece ser bastante regular. Se observan periodos de formación montañosa por compresión en el intervalo de cuatrocientos a quinientos millones de años, a los que sigue, unos cien millones de años más tarde, un resurgir de la rotura. Esta secuencia se repite en un ciclo supercontinental en el que se alterna la separación de grandes zonas continentales con su agrupamiento.

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Las plumas de magma que perforan la litosfera también crean focos calientes duraderos que están asociados a los volcanes. Las islas Hawai y la cadena de montañas oceánicas que se extienden desde ellas hasta Kamchatka constituyen la manifestación más espectacular de focos calientes que surgen en medio de la veloz placa del Pacífico, entre los que actualmente se encuentran los ríos continuos de lava del volcán Kilauea y la lenta creación de la futura isla hawaiana de Loihi.

Las enormes plumas de magma que afloran desde las capas profundas del mano han dado origen a grandes superficies de lava, la mayor de las cuales es la meseta oceánica de Ontong Java, que cubre dos millones de kilómetros cuadrados, y la meseta del Decán y la siberiana, que son las mayores formaciones basálticas continentales. La generación de estas extensas formaciones afecta de manera importante a la composición de la atmósfera debido a las grandes emisiones de CO2 y SO2 que las acompañan, y que causan elevaciones de la temperatura troposférica y lluvias ácidas, con los consiguientes efectos cruciales en la biota.

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Los procesos energéticos de la geotectónica terrestre son complejos. Incluso resulta todavía incierta la contribución relativa de las fuerzas involucradas en el movimiento de las placas tectónicas. Las dos fuerzas más importantes están asociadas a la convección del material caliente del manto y al hundimiento de las zonas frías, con flotabilidad negativa, de la litosfera oceánica en las zonas de subducción. Este último proceso es debido a diferencias de densidad, máxima a una profundidad de doscientos o trescientos kilómetros, que generan un momento de fuerzas en el manto viscoso responsable de la principal fuerza convectiva.

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Las velocidades de las placas, al ser estudiadas, se observa que las que cuentan con una mayor proporción de sus bordes en zonas de subducción se mueven a velocidades de 60 a 90 kilómetros por millón de años, mientras que la velocidad de las placas en las que no hay hundimiento de bloques es inferior a 40 kilómetros por millón de años.

Sin embargo, la contribución de la emisión de material del manto no es despreciable, ya que la considerable energía potencial gravitatoria de extensas zonas de rocas calientes hace que se genere nueva corteza marina en las dorsales oceánicas con una velocidad que es, al menos, tres veces superior a la velocidad con que se genera en los planos abisales.

La combinación de ese “tirar” a lo largo de las zonas de subducción y de “empujar” en las dorsales da lugar a velocidades, para las placas más rápidas, de aproximadamente 20 cm/año durante cortos periodos de tiempo. Entre estas placas que se mueven rápidamente se encuentran no sólo los pequeños bloques como Nazca y Cocos, sino también la enorme placa del Pacífico, lo cual indica que la fuerza de arrastre del manto, proporcional al área y a la velocidad, debe ser relativamente pequeña.

La mayor parte del flujo de calor que se ha medido en la Tierra debe atribuirse a la formación de nueva litosfera oceánica.

Los terremotos

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La inmensa mayoría de los terremotos se originan en los procesos geotectónicos a gran escala que crean, hacen chocar y hunden en las zonas de subducción, las placas oceánicas. No menos del 95 por ciento de todos los terremotos se concentran a lo largo de los bordes de las placas y cerca de nueve décimas partes de éstos se localizan en el cinturón Circum-Pacífico, donde las placas, que son relativamente rápidas, están colisionando o deslizándose contra las placas continentales más pesadas. La mayor parte del resto de terremotos están asociados a los puntos calientes, generalmente señalados por volcanes en actividad.

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En conjunto, los terremotos representan una fracción muy pequeña de la energía liberada por los procesos tectónicos de la Tierra. Desde 1.900, en los mayores terremotos se han liberado anualmente una energía media cercana a los 450 PJ, que no supone más del 0’03 por ciento del flujo total de calor terrestre. La liberación anual de energía sísmica de todos los terremotos que se han medido alcanza unos 300 GW, que sumada a la energía de esfuerzo invertida en deformaciones irreversibles y al calor generado por fricción a lo largo de las fallas, daría un total próximo a 1 TW, lo cual representa solamente un 2’5 por ciento del flujo de calor global.

Pero este recuento total nos dice poco de la liberación de energía y de la potencia de un solo terremoto. Aunque la mayoría son tan débiles que pasan desapercibidos para las personas, cada año se producen terremotos terriblemente destructivos, que durante el siglo XX han causado más víctimas mortales que las inundaciones, ciclones y erupciones volcánicas juntas.

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La energía de estos terremotos se puede calcular a partir de la energía cinética de las ondas sísmicas generadas por la energía liberada en el esfuerzo de la deformación del suelo, pero rara vez se realizan estos cálculos directamente. Lo más frecuente es deducir la energía del terremoto a partir de la medida de su magnitud o de su momento. La medida típica de la magnitud de un terremoto fue establecida por Charles Richter en 1.935, como el logaritmo decimal de la máxima amplitud (en micrómetros) registrada con un sismómetro de tensión estándar (Word-Anderson) a 100 Km de distancia del epicentro del temblor.

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Desde que en 1.942, Richter publicó la primera correlación entre la magnitud de energía sísmica liberada en un temblor, su trabajo (como por otra parte, es de lógica) ha sufrido numerosas modificaciones. La conversión sigue la forma estándar log10 E = a + bM, donde E es la energía liberada en forma de ondas sísmicas (en ergios), M es la magnitud de Richter, y a y b son los coeficientes empíricos que varían entre 6’1 – 13’5 y 1’2 – 2 respectivamente. Otras conversiones alternativas permiten obtener la energía liberada a partir del momento del terremoto, que se define como el producto de la rigidez por el desplazamiento medio de la falla y por la superficie media desplazada.

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“El terremoto que inició en la falla de San Andrés y que sacudió a la ciudad de San Francisco, California, el 18 de abril de 1906, continúa siendo recordado debido a la enorme magnitud de los daños que provocó.  Tuvo una intensidad de entre 7.9 y 8.6 grados, y prácticamente hizo pedazos la ciudad. Los daños se debieron no sólo al movimiento telúrico, sino también a un impresionante incendio que tuvo lugar como consecuencia y que superó en pérdidas humanas al propio sismo. Luego de la catástrofe, 500 manzanas de la ciudad estaban completamente destruidas. El movimiento también afectó otras localidades, tales como San José, Santa Rosa, Los Ángeles, San Juan Bautista e incluso lugares más lejanos, como Nevada.”

Los mayores terremotos registrados tienen magnitudes Richter comprendidas entre 8 y 8’9, con liberación de energía sísmica entre 48 PJ y 1’41 EJ. Todos hemos oído en alguna ocasión algún comentario sobre el terremoto de San Francisco de 1.906, donde los cálculos basados en tres métodos utilizados en el esfuerzo dieron valores tan distintos como 9’40 y 175 PJ, y con método cinético se obtuvo 2’5 PJ.

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Los terremotos, por ser a la vez de breve duración y estar limitados espacialmente, desarrollan potencias y densidades de potencia extraordinariamente altas. La potencia de un temblor de magnitud 8 en la escala de Richter que durase solamente medio minuto, sería de 1’6 PW, y si toda esta potencia estuviera repartida uniformemente en un área de 80 Km de radio, la densidad de potencia sería tan elevada como 80 KW/m2.

Obviamente, tales flujos pueden ser terriblemente destructivos, pero ni las pérdidas de vidas humanas ni los daños materiales que ocasionan los temblores están correlacionados de una manera sencilla con la energía liberada. La densidad de población o de industrias, así como la calidad de las construcciones, constituyen un factor muchísimo más importante para determinar la mortandad o el impacto económico de los mismo. Por ejemplo, el coste en vidas humanas del gran terremoto japonés que en 1.923 arrasó Tokio, donde existía una alta densidad de casas de madera, fue unas 200 veces más elevado que el terremoto de San Francisco de 1.906 en el que se liberó cuatro veces más energía. También aquí salen perdiendo, como siempre, los pobres.

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Por otra parte, no podemos olvidar que la superficie del globo terrestre está dominada por las aguas, y los seres humanos viven en la Tierra seca. Sin embargo, vienen los tsunamis. La predicción de estas catástrofes continúa siendo imposible. Se tienen datos, se localizan las zonas de más frecuencia, y conocen las fallas de desgarre y las inversas, los ciclos, etc., pero el conocimiento es aún escaso para prevenir dónde y cuándo se producirán temblores.

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Las olas sísmicas que se pueden provocar por terremotos submarinos se propagan durante miles de kilómetros a velocidades de 550 – 720 Km/h, perdiendo en su viaje muy poca potencia. Estas olas, prácticamente invisibles en el mar, se levantan hasta una altura de 10 metros en agua poco profundas y pueden llegar a golpear las costas con intensidades de potencia en superficie vertical de hasta 200 – 500 MW/m2, y con impactos horizontales de intensidad y potencia entre 10 – 100 MW/m2. Son, pues, mucho más potentes que los ciclones tropicales y causan grandes daños tanto materiales como en pérdida de vidas humanas.

emilio silvera

 


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