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Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en El saber del mundo    ~    Comentarios Comments (0)

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Icono conmemorativo del Primer Concilio de Nicea

Los cristianos calculaban la edad del mundo consultando las cronologías bíblicas de los nacimientos y muertes de los seres humanos, agregando los “engendrados”, como decían ellos. Este fue el método de Eusebio que presidió el Concilio de Nicea convocado por el emperador Constantino en 325 d. C. para definir la doctrina cristiana, y quien estableció que habían pasado 3.184 años entre Adan y Abraham; de san Agustin de Hipona, que calculó la fecha de la Creación en alrededor del 5500 a.C.; de Kepler, que la fechó en 3993 a.C.; y de Newton, que llegó a una fecha sólo cinco años anterior a la de Kepler. Su apoteosis llegó en el siglo XVII, cuando James Ussher, obispo de Armagh, Irlanda, llegó a la conclusión de que “el comienzo del tiempo… se produjo al comienzo de la noche que precedió al día 23 de octubre del año… 4004 a.C.”.

Pasado el tiempo, la exactitud de Ussher le convirtió en el blanco de las burlas de muchos eruditos modernos, pero, a pesar de todos sus absurdos, su enfoque -y, más en general, el enfoque cristiano de la historiografía- hizo más para estimular la investigación científica del pasado que el altanero pesimismo de los griegos. Al difundir la idea de que el universo tuvo un comienzo en erl tiempo y que, por lo tanto, la edad de la Tierra era finita y medible, los cronólogos cristianos montaron sin saberlo el escenario para la época de estudio científico de la cronología que siguió.

Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon (Montbard, 7 de septiembre de 1707 – París, 16 de abril de 1788) fue un naturalista, botánico, matemático, biólogo, cosmólogo y escritor francés.

Claro que, la diferencia estaba en que los científicos no estudiaban las Escrituras, sino las piedras. Así fué como el naturalista que arriba podeis ver, expresaba el credo de los geólogos en 1778:

“Así como en la historia civil consultamos documentos, estudiamos medallones y desciframos antiguas inscripciones, a fin de establecer las épocas de las revoluciones humanas y fijar las fechas de los sucesos morales, así también en la historia natural debemos excavar los archivos del mundo, extraer antiguas reliquias de las entrañas de la tierra [y] reunir sus fragmentos… Este es el único modo de fijar ciertos puntos en la inmensidad del espacio, y colocar una serie de mojones en el camino eterno del tiempo.”

Abraham Gottlob Werner (1749 o 17501817) fue un científico alemán.

Entre los primeros que aprendieron a leer el lenguaje de las piedras estaban Abraham Gottlob,  un geólo alemán, y William Smith, un inglés inspector de canales e ingeniero asesor que colaboró en la excavación del canal del carbón de Somersetshire en 1793, Werner observó que los mismos estratos podían hallarse en el mismo orden en lugares muy alejados unos de otros, lo cual indicaba que el mecanismo que los había formado había operado a gran escala. Esto implicaba que los estratos locales podían brindar elementos de juicio sobre cómo había cambiado el planeta como un todo. Smith, por su parte, observó que los estratos -dispuestos, según sus palabras, como “rebanadas de pan con mantequilla”- no sólo podían ser identificados por su composición total, sino también por las diversas clases de fósiles que contenían.

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¿Son los fósiles un exponente universal de la evolución? ¿Cuál es el verdadero mensaje del registro estratigráfico de la tierra y de los fósiles incorporados en el mismo? El registro fósil podría ser la piedra de toque de la teoría de la evolución.

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Grabado de la histórica monografía de William Smith, 1815, que dio impulso a la práctica de la correlación de estratos por los fósiles que contienen.

A partir de aquí la búsqueda de huellas del pasado se convirtió en una actividad desaforada y el registro fósil pronto empezó a ofrecer testimonio de seres que ya no se encontraban en el mundo actual. La ausencia de sus equivalentes vivos era un reto a los defensores de la versión bíblica de la historia, que afirmaba, basándose en las Escrituras, que todos los animales fueron creados al mismo tiempo y que ninguna especie se había extinguido desde entonces. A medida que pasaron los años se exploraron cada vez más profundamente las soledades del mundo y las listas de las especies que faltabn era cada vez más larga; George Cuvier, el zoólogo francés que fundó la ciencia de la paleontología, en 1801 había identificado veintitres especies de animales extinguidos en el registro fósil, y la palabra “extinguido” empezó a sonar como una campana que toca a muerto en la literatura científica y las salas universitarias. Ha seguido tocando a muerto desde entonces, y hoy se admite que el 99 por 100 de todas las especies que han vivído sobre la Tierra han desaparecido.

Casi igualmente problemática para los interpretes cristianos de la historia de la Tierra fue la desconcertante variedad de especies vivientes que los biólogos descubrían en sus laboratorios y los naturalistas al explorar las junglas de África, América del Sul y el sureste de Asia. Algunas, como los escarabajos subtropicales gigantes que mordieron al joven Darwin, eran dañinas; sus beneficios para la humanidad, para la que decía que Dios había hecho el mundo, no era evidente. Muchas eran las minúsculas que sólo podían ser detectadas con un microscopio; su papel en el plam de Dios no había sido previsto. Otras eran instintivamente inquietantes, y ninguna más que el orangután, cuyo nombre deriva de la voz malaya que significa “hombre salvaje”, y cuya mirada cálida yn casi íntima, al provenir de una especie muy cercana a la humana en la reserva genética de los primates, parecía burlarse de la pretensión de esta última de ser única.

Si se creía que ninguno de estos seres aparecía en las listas de pasajeros del Arca de Noé… ¿Qué hacían aquí? La ortodoxia religiosa se refugió temperalmente en el concepto de una “gran cadena del ser”. Éste sostenía que la jerarquía de los seres vivos, desde los más elementales microorganismos hasta los monos superiores y las grandes ballenas, habían sido creados por Dios simultáneamente, y que todos juntos formaban una maravillosa estructura, una montaña mágica, con los seres humanos en – o cerca de – su cúspide.

Es difícil sobrestimar la importancia de la gran cadena del ser en el pensamiento del siglo XVIII; figuraba en la estructura de la  mayoría de las hipótesis científicas de la época. Pero la cadena no era más fuerte que su eslabón más débil; su mismo carácter completo era una prueba de la perfección  de Dios y, por consiguiente, no podía haber ningún “eslabón perdido”. (El término adoptado luego por los evolucionistas proviene de aquí.) Como escribió John Locke:

“En todo el mundo corpóreo visible no vemos simas o abismos. Toda la escala descendente a partir de nosotros es muy gradual, es una serie continua que en cada paso difiere muy poco del anterior. Hay peces que tienen alas y no son extraños al aire, y hay algunos pájaros que son habitantes del agua, cuya sangre es tan fría como la de los peces… Cuando consideramos el poder y la sabiduría infinitos del Hacedor, tenemos razones para pensar que es propio de la magnifica armonía del universo, y al gran designio e infinita bondad de su arquitecto, que las especies de seres asciendan, en suaves transiciones, desde nosotros hacia su infinita perfección, como vemos que desdcienden gradualmente a partir de nosotros.”

Ellos reinaron en nuestro mundo durante unos 150 millones de años. Nosotros hemos llegado aquí, como aquel que dice, antes de ayer pero, “racionales” al fin y al cabo, queremos dolucidar todo lo que, desde los comienzos, pudo pasar y, para ello, el mejor camino será el de la ciencia, ya que, la religión, no puede emitir veredictos fehacientes y, en lugar de basarse en las pruebas, lo hace en la fe que, desde luego, no ofrece ninguna garantía de que lo que afirma, sea lo que en realidad se ajuste a la historia que buscamos saber. Ya sabeis, aquel obispo decía que… “el comienzo del tiempo… se produjo al comienzo de la noche que precedió al día 23 de octubre del año… 4004 a.C.”.

Bueno, no me río pero no por falta de ganas sino por respeto  hacia la persona que emitió aquellas palabras y, en consideración al tiempo y al contexto donde las mismas fueron pronunciadas. Lo penoso es que ahora, después de pasados algunos siglos, existan personas que siguen erre que erre insistiendo en los mismos errores. Parece que el tiempo no pasa para ellos y se aferran a unos argumentos “divinos” de trasnochados pensamientos que, alejados de la realidad científica sólo nos pueden conducir hacia la confusión.

emilio silvera

 


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