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Mitocondrias, vida y su equilibrio en la Tierra

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en General    ~    Comentarios Comments (0)

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Las mitocondrias: ¿monstruos interiores?

Nuestros cuerpos contienen aproximadamente diez mil billones de unos bichos llamados mitocondrias, que invadieron a los antepasados de nuestras células hace alrededor de mil millones de años. Las mitocondrias están acostumbradas a vivir dentro de nosotros, y nosotros nos hemos acostumbrado de tal manera a tenerlas por todas partes, que ahora no podemos vivir separados. Ellas forman parte de nosotros y nosotros formamos parte de ellas.

Producen casi toda nuestra energía y nosotros nos encargamos de alimentarlas y cobijarlas. Nuestras mitocondrias tienen todavía su propia ADN, heredado sólo de nuestras madres, por lo que este ADN podría proceder de una única mujer que estaría en el origen de los seres humanos actuales: una Eva mitocondrial.

Pero estos huéspedes celulares que parecen vivir pacíficamente en simbiosis con el resto de las células, puede ser también ser un enemigo que mata silenciosamente desde dentro. Siempre que una célula muere, hay una serie de pistas que conducen a las mitocondrias y que muestran como están implicadas en enfermedades devastadoras e incapacidades físicas o mentales, así como en el propio proceso de envejecimiento. El invitado indispensable se convierte en asesino en serie de proporciones monstruosas.

Casi todas las células de nuestro cuerpo contienen mitocondrias -alrededor de mil cada célula-. El “mitocondrión” es una bestia incansable que no cesa de adoptar formas distintas. Si se captara su aspecto en una única foto instantánea poco favorecedora, se vería algo parecido a un gusano, pero un gusano que se retuerce, se divide en dos y se fusiona con otros gusanos. Así pues, en ocasiones podemos captar un mitocondrión que parece un zepelín, y otras veces algo parecido a un animal con múltiples cabezas o colas, o bien podríamos ver una red de tubos y láminas que se entrecruzan. El mitocondrión es un monstruo antiguo y maternal – un dragón con un apetito monstruoso, que se come a su vez todo lo que nosotros hemos comido y lo respira a continuación en forma de fuego.

Las mitocondrias consumen prácticamente todo el alimento y el oxígeno que se introduce en el cuerpo, y producen la mayor parte del calor que éste genera. Sin embargo, este monstruo es diminuto -su tamaño es de una micra, es decir, una milésima de milímetro: mil millones de mitocondrias cabrían en el interior de un grano de arena.

Las mitocondrias tienen su propio ADN y su propia identidad, pero esto no significa ningún litigio entre ellas y nosotros. En parte somos mitocondrias; ellas constituyen aproximadamente un décimo del volumen de todas nuestras células juntas, una décima parte de cada uno de nosotros.

Dado que son prácticamente la única parte de la célula que tiene color, las mitocondrias constituyen el color de nuestras células y nuestros tejidos. Si no fuera por la melanina de nuestra piel, la mioglobina de nuestros músculos y la hemoglobina de nuestra sangre, seríamos del color de las mitocondrias, es decir, de un rojo amarronado. Además, si esto fuera así, cambiaríamos de color cuando hiciéramos ejercicio o corriéramos hasta perder el aliento, de tal forma que podría decir si alguien está usando mucha o poca energía…

Las mitocondrias son las centrales eléctricas de nuestras células y producen casi toda nuestra energía. No obstante, son unas centrales eléctricas con bastantes fugas de energía, lo cual tiene unas consecuencias terribles.

“Llegué a creer (dice Guy Brown, autor de todas estas ideas e investigaciones) que los productos del diseño biológico (evolutivo) -la vida y todas sus manifestaciones- eran mucho más eficientes y eficaces que algunos productos de la creatividad humana, tales como las máquinas y la cultura. Nos han enseñado que mil millones de años de evolución han perfeccionado el diseño de la célula hasta tal punto que ningún diseñador humano podría mejorarlo, ningún avaro podría economizar más en el uso de energía, ningún técnico de gestión podría mejorar la adjudicación de recursos, ningún ingeniero podría lograr que hubiera menos fallos en el funcionamiento. Está ampliamente difundida la creencia de que la cultura humana no debería interferir con la naturaleza, porque la naturaleza está mejor diseñada que la cultura, y esta creencia causa el temor de que los científicos se entrometan en la naturaleza, como sucede en la medicina, la ingeniería genética, la clonación o los pesticidas.”

Sean cuales sean los méritos de esas creencias, lo cierto es que,  nuestras células ciertamente no son tan eficientes como creíamos que eran. Un ejemplo sería lo que parece un defecto espectacular en el diseño de nuestras mitocondrias: tienen fugas. La electricidad de electrones se escapan de las mitocondrias para producir radicales libres no tóxicos, y la electricidad de protones se escapan produciendo calor: no se trata de fugas pequeñas o insignificantes, sino que son grandes y constituyen una amenaza para la vida.

Los electrones se escapan de la cadena de transporte ubicadas en las mitocondrias para producir “radicales libres”. Esta expresión hace pensar en un grupo inocuo de intelectuales políticos, pero en realidad se trata de un grupo subversivo por sustancias químicas tóxicas. El primer componente de este grupo es el “superóxido”, que se produce cuando hay una fuga de electrones de la cadena de transporte de otras máquinas moleculares, y estos electrones van a parar al oxígeno. El superóxido no es ni un superhéroe, ni una marca de detergente para lavadoras, sino el oxígeno con un electrón demás. Pero es este electrón  suplementario el que causa problemas.

La mayoría de las moléculas tienen sus electrones agrupados en pares, porque esta disposición requiere menos energía. Las moléculas que tienen un electrón desemparejado se llaman radicales libres y son muy reactivas, porque el electrón desemparejado desea emparejarse con electrones de otras moléculas. Esto parece ser lo acertado para el pobre electrón solitario, pero si le arrebata un electrón a alguna otra molécula próxima a él, entonces esta molécula se queda a su vez con un electrón desemparejado, con lo que se produce un nuevo radical libre con un electrón que sufre el agravio de haberse quedado sin pareja.

Esto constituye lo que se denomina “reacción en cadena”, que solo termina cuando dos radicales libres se encuentran y reaccionan entre sí, dejando satisfechos a sus electrones solitarios. Para estos se trata de un final feliz, pero su peregrinaje a través de cientos de moléculas ha dejado tras de sí toda una estela de estragos. Algunas moléculas se han roto en pedazos, algunas membranas se han quedado hechos jirones y algunas máquinas moleculares se han averiado sin reparación posible. Los radicales libres son una causa importante de la muerte y la destrucción de las células del cuerpo.

El superóxido es el primer componente de este grupo subversivo, pero a continuación se produce otro más: el peróxido de hidrógeno. Este es solamente un miembro honorario dentro del club de los radicales libres, ya que, en realidad, no posee ningún radical libre, ningún electrón solitario. Sin embargo, se relaciona con los otros porque es igualmente hábil arrebatando electrones a otras moléculas.

Fuera del cuerpo, solemos utilizar el peróxido de hidrógeno para aclarar el cabello y para matar gérmenes. Dentro del cuerpo puede reaccionar con los superóxidos para producir un agente aún más molesto y peligroso: el radical hidroxilo u oxhidrilo. El radical hidroxilo puede arrancar un electrón prácticamente a cualquier sustancia y se trata y se trata de un radical libre que es probablemente responsable de una parte considerable de la destrucción celular, incluida la mutación o ruptura del ADN.

Cada vez es mayor la sospecha de que los radicales libres son criminales o cómplices en una amplia gama de enfermedades: enfermedades coronarias, cancerosas, inflamatorias y neurodegenerativas.  Sería un record impresionante de muerte y destrucción, pero aún falta la prueba definitiva de su implicación. Una línea de pruebas que relacionan a los radicales libres con las enfermedades viene dada por el efecto protector de los anti-oxidantes y de las sustancias que limpian el cuerpo de radicales libres.

Los radicales libres son oxidantes, que pueden arrebatar electrones a otras moléculas. Los anti-oxidantes son moléculas que evitan los efectos tóxicos de los radicales libres cediéndoles electrones sin convertirse ellas mismas en radicales tóxicos, cortando así la reacción en cadena que provocan los radicales dentro de las células. Las vitaminas C, E y los B carótenos son anti-oxidantes importantes, que están presentes normalmente en el cuerpo con el fin de parar el daño que ocasionan los radicales libres.

En ensayos a gran escala, en los que se suministran dosis elevadas de estos anti-oxidantes de manera regular, se ha demostrado que reducen la incidencia de la enfermedad coronaria y del cáncer, las dos causas principales de muerte en el mundo occidental.

La segunda fuga que  se produce es la de la electricidad de protones a través de la membrana de las mitocondrias y, con algo de imaginación, se le ha dado el nombre de “fuga de protones” Hay unas bombas de protones que los bombardean hacia el exterior del las mitocondrias, generando un campo eléctrico y un gradiente de protones enorme. Éste conduce a los protones de vuelta al interior de las mitocondrias, mediante el motor de ATP que se encuentra en las membranas de las mitocondrias. Si la electricidad de protones sirve para  activar el motor de producción de ATP, no puede existir un flujo de vuelta a través de la membrana sin pasar a través del motor de ATP. Pero existe.

Martin Brand y  Guy Brown han demostrado que este flujo se produce en las mitocondrias y  en las células, y que hasta una cuarta parte de la energía que  generamos puede consumirse aparentemente de esta manera. No está claro como ni porque se produce esta fuga. Puede que sea la consecuencia inevitable de tener un enorme campo eléctrico que atraviesa una membrana muy delgada; o quizás que este gasto de energía tenga en sí mismo alguna función, ya sea producir calor o realizar la combustión de exceso de alimento.

Esto es en realidad lo que sucede en la llamada “grasa parda”. La grasa que hay debajo de nuestra piel se presenta en dos variedades: blanca (también llamada amarilla) y parda. La grasa blanca  almacena grasa como reserva de energía, pero no la quema. La grasa parda almacena y quema grasa produciendo calor. La grasa parda tiene este calor porque contiene muchas  mitocondrias de color marronaceo. Estas mitocondrias  realizan la combustión de la grasa arrebatando electrones y pasándolos, por la cadena de transporte de electrones, al oxígeno. Después, esta electricidad de electrones acciona las bombas de bombardear protones hacia el exterior de las mitocondrias, lo cual genera un campo eléctrico y un gradiente de protones enormes a través de la membrana de cada mitocondria.

Las mitocondrias son antiquísimas. Las células modernas, como las que se encuentran por todo nuestro cuerpo, surgieron hace mil millones de años de la fusión de dos tipos diferentes de células: una célula grande y muchas pequeñas. La grande se tragó a las pequeñas o fue invadida por ellas, pero el caso es que las pequeñas acabaron viviendo dentro de la grande. Con el paso del tiempo, las células pequeñas perdieron su independencia, cediendo la mayor parte de su ADN y de su maquinaria molecular, pero ganando un lugar seguro dentro de una célula mucho más grande. Las células pequeñas se convirtieron finalmente en mitocondrias y la grande en la célula moderna. De todos los organismos vivos, las mitocondrias son las que más se parecen a las antiguas bacterias. Las mitocondrias son del mismo tamaño que las bacterias, están envueltas en dos delgadas paredes similares  a las membranas de las bacterias, y tanto la maquinaria como el ADN son parecidos en ambas. Estas similitudes no son meras coincidencias, ya que casi con toda certeza se puede afirmar que las mitocondrias evolucionaron a partir de bacterias que fueron tragadas por células de mayor tamaño.

La vida en sí misma empezó mucho antes de que existieran las mitocondrias, quizás hace tres mil quinientos millones de años, cuando los flujos de energía, las moléculas y la información se combinaron para formar la célula viva. No sabemos en qué consistió la primera fuente de energía, pero hace unos quinientos millones de años las células  habían desarrollado ya una maquinaria que podía recoger la luz  de la estrella más cercana a nosotros, el Sol, la fuente última de toda la energía que existe en la Tierra. La luz se utilizaba para descomponer el agua (H2O), produciendo oxígeno, que era emitido a la atmósfera, y liberando también protones y electrones, que, al combinarse con el dióxido de carbono del aire, se utilizaban para formar las complejas moléculas de la vida. Este sencillo, pero poderoso, proceso de la fotosíntesis hacía posible que la vida surgiera y se propagara rápidamente. La primera contaminación global y los primeros desastres ecológicos tuvieron lugar hace dos mil millones de años, cuando el oxígeno, ese residuo tóxico de la fotosíntesis comenzó a concentrarse en la atmósfera terrestre.

¡Nos queda tanto por descubrir! Tendríamos que saber más sobre lo que los geólogos denominan “las cinco grandes” catástrofes ocurridas en los últimos 600 millones de años, pasado geológico relativamente reciente y que determina cuando los seres vivos desarrollaron por primera vez algunas características, tales como las conchas, que podían fosilizarse fácilmente, dejando rastros que pueden reconocerse en los estratosque se estudian en la actualidad.

Antes de aquella época (durante la larga era geológica conocida como precámbrico) había florecido la vida en los océanos durante casi cuatro mil millones de años, en forma de criaturas de una sóla célula y de cuerpo blando que nos han dejado poco que estudiar. Sin embargo, hace alrededor de 600-590 millones de años, al comienzo del período geológico conocido como cámbrico (por lo tanto, en el precámbrico; el cámbrico es el primer período de la era paleozoica), hubo una explosión de vida que dio lugar a diferentes variedades de formas multicelulares, y luego a criaturas vivas poco evolucionadas.

Obviamente, cuanto más nos acercamos a la actualidad, conocemos cada vez más sobre las pautas cambiantes de la vida en la Tierra, y el tipo de conocimiento que nos interesa aquí, que abarca grandes extinciones de vida, no empiece a verse claro hasta después de concluir el precámbrico.

Tomándolas cronológicamente, las cinco grandes extinciones se produjeron hace unos 440 millones de años (que marcaron la frontera entre los períodos ordovícico y silúrico), hace 360 millones de años (entre el devónico y el carbonífero), 250 millones de años (entre el pérmico y el triásico), 215 millones de años (en la frontera entre el triásico y el jurásico) y 65 millones de años (en la frontera K-T). Hay otras muchas extinciones en el registro fósil.

La extinción más espectacular de todas ellas es el suceso que tuvo lugar hace unos 250 millones de años, al final del pérmico. Barrió al menos el 80 por ciento, y posiblemente hasta el 95 por ciento, de todas las especies que vivían en nuestro planeta en aquellos tiempos. Tanto en tierra como en los océanos, y lo hizo durante un intervalo de menos de 10.000 años. En conjunto se calcula que más de un tercio de todas las especies que han vivido siempre en la Tierra han desaparecido en extinciones masivas. Sin embargo, dado que también se calcula que el 99 por ciento de todas las especies que han vivido en la Tierra se han extinguido, esto significa que son el doble las quen han desaparecido en sucesos de menor importancia.

La cuestión que nos intriga es si las extinciones en masa son realmente acontecimientos especiales, de carácter diferente al de las extinciones de menor importancia, o si son el mismo tipo de suceso, pero a gran escala -¿son las extinciones de la vida en la Tierra unos hechos cuya naturaleza es independiente de su magnitud, como los terremotos y todos los demás fenómenos que suceden? La respuesta sincera es “no lo sabemos”, pero hay bastantes evidencias como para intuir que ésta es una posibilidad muy real.

Pero, finalmente, todo depende de cierto tipo de aleatoriedad. La pregunta que se plantea es qué tipo de aleatoriedad es ésta, si realmente son sucesos aleatorios. Resulta que es una leu potencial -nuestro viejo amigo el ruído 1/f -. Una de las demostraciones de esto es la que hizo David Raup, de la Universidad de Chivago, y “almacenó” los datos de Sepkoski de la manera habitual, añadiendo el número de intervalos de 4 millones de años en los que se extinguió hasta el diez por ciento de los géneros importantes (sería largo exponer aquí todo el estudio realizado).

Ahora bien, no parece probable que que todas las extinciones de vida que han sucedido en la Tierra hayan tenido como causa impactos procedentes del espacio. Lo que parece estar diciéndonos el registro fósil es que las extinciones se producen, todos los tiempos, , y que, como en el caso de los terremotos) puede producirse una extinción de cualquier magnmitud en cualquier época.

Algunas extinciones podrán ser desencadenadas por impactos de meteoritos; otras por períodos glaciares. Sin embargo, la otra lección que podemos extraer de lo que conocemos sobre las leyes potenciales y el ruido 1/f es que no necesitamos un gran desencadenante para poner en marcha un gran suceso. Una extinción de cualquier magnitud podría iniciarse mediante un desencadenante de cualquier magnitud.

Lo importante es que estamos en un sistema complejo -la vida en la Tierra- que es autoorganizador, se alimenta a partir de un flujo de energía, y existe al borde del caos.

emilio silvera

 


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